Mi marido dice que soy botarata. Yo creo que tiene toda la razón pero no se la doy. Jamás, jamás. Admitirlo sería concederle la victoria en una batalla en la que me acompañan miles de mujeres tan shopaholics como yo.
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Abrir la puerta de un centro comercial es tan mágico como la primera vez que se accesa el internet: todo un mundo de posibilidades ahí frente a ti, esperándote con un red carpet imaginario por el que caminas como artista hollywoodense, como modelo de París, con cada paso estirado y el consabido movimiento de cabello. Es toparte con ofrecimientos disfrazados de especiales, que de especial no tienen nada. Son como tentáculos que se estiran para mostrarte ticketcitos rojos, más rojos que la manzana que el tonto de Adán se comió.
Ir de shopping es un ritual tan sagrado. Hay que vestirse bonito, perfumarse, pintorretearse el rostro y manchar las bembas con color. Un poco más y quedamos listas para una cita de amor. Bueno, quizás mejor, porque sales satisfecha, llena y con entusiasmo en el corazón.
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Nada más placentero que ese primer guatapanaso de aire a condición de que alguien lo pague, tan fresquito, tan hospitalario. El gentío. Las vitrinas. Ahhhhh, se activan las endorfinas. Y si la cartera la llevas llenita, entonces, wowwww, orgasmo inevitable y total, una sensación para toda la vida.
Y ahí estás, pensando que te mereces un zapato más, un pantalón más, la cartera número ciento veinte, el más reciente aroma creado por fulano de tal. Las mujeres nunca tendremos suficientes potingues para la cara y el pelo, nunca suficientes sombras del recién nacido color, nunca suficientes atuendos, nunca suficientes de todo lo que veamos y podamos comprar. A veces negociamos con nuestro cerebro, detenemos el desenfreno y plantamos orden en nuestro desordenado deseo de comprar. Pero dentro de toda mujer vive una shopaholic y en la más mínima oportunidad nos vamos como la Trevi, con el pelo suelto, y la sacamos a pasear.
He sabido corretear por un par de calles en Miami con mi amiga Gisselle, zigzagueando una ruta de tiendas divinas, con los dedos tullidos por el cargueteo, muertas y con los pies zambos de cansancio, pero en la cara una sonrisa. He paseado por un hotel en Las Vegas tragando gordo frente a las vitrinas hasta encontrar esa tienda que prácticamente es mi alma gemela. He recorrido a pie, millas y millas de calles chilenas para llegar a un pulguero con olor a cuero.
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¿Y qué me dicen de las webs? Qué bendición entrar a Amazon, a Piperlime y a Kohl’s. Los recovecos cibernéticos también sacian mi pasión. Aunque nada como la tienda verdadera, el outlet, la boutique, el chinchorro. El contacto con la bolsa en la que llevas lo que compras. En vez de tú agarrarla, eres tú quien te agarras de ella mientras vas cantando mentalmente “See that girl, watch that scene, she is the dancing queeeeennnnnn”.
“Nena, pero si tu no necesitas eso, ¿vas a seguir malgastando?”, me dice la voz de la conciencia, o sea, mi marido. “¿Cómo que no?”, le respondo con valor. Minutos después pienso que soy una marrrrdita y casi casi le doy la razón. Pero de inmediato me recupero, carajo, y recuerdo cómo y cuánto trabajo y que cuando llego a casa me percato de que ha ocurrido un milagro, y la tacita que olvidé fregar se ha convertido en trastera. Recorro cada espacio de mi hogar y voy contando tenis, bultos, mochilas, patinetas, libretas, game boys, y toda clase de artículos que para mis hijos son de primera necesidad… tan de primera que ahí los dejan, sin más ni más. Y llegan a mi mente los hampers, eternamente boquiabiertos, repujados, porque cuando están llenos y no cabe una pieza más, le meten otras treinta para hacerlos reventar.
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Me merezco los veinte zapatos, las ciento veinte carteras, los cuarenta pequeños trajecitos negros, que en mi caso no son tan pequeños… me merezco los potingues para la cara y también los que son para el pelo… los perfumes, los atuendos… carajo, que me los merezco.
Me quito el letrero de marrrrrdita y mentalmente planifico mi próxima visita, mi shopaholic tour, mi oportunidad, coño, de sentirme reina por un día… ¡Alicia en el país de las maravillas!
Esta columna expresa solo el punto de vista de su autor. Uka Green es publicista y bloguera. Puedes contactarla a través de su página de Facebook: Uka Green o visita su blog Cincuentaytantos.